Era en invierno. Estábamos, ya tarde,
sentados junto al fuego, muy turbados,
y con hablar de tiempo, enrojecíamos
cual niños de colegio enamorados.
Sus ojos al bordado ella inclinaba
y al techo los tenía yo clavados;
no se dijera que ambos observásemos
sino que ambos éramos observados.
Pensaba yo: "Por sólo una sonrisa
le daría la sangre de mis venas,
y de las flores de mi ingenio el ramo".
Cuando de pronto, alzose ella muy pálida,
sus manos escondió entre mis cabellos
y "Escucha -dijo susurrante-: "Te amo".
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