Yo que he visto
tanto dolor
y odio
del hombre contra el hombre,
por ideas profundas
o por simples palabras.
Yo que he visto los cuerpos
en las sombras
acechando las sombras de otros cuerpos
para matar el sueño.
Yo que he visto los rostros retorcidos,
sin que la muerte dulce
borre el odio en los ojos,
en los puños cerrados
y en los dientes fríos.
Yo te pido, Señor!
Dios armonioso
del perdón fecundo,
que cuando mi hora sea llegada
no haya rencor en mi alma.
Y que la muerte suave
ponga en mis ojos la apacible luz
de un manso atardecer
entre violetas:
Y que una espiga de oro,
bajo el azul del cielo,
marque el silencio de la hora excelsa,
lenta y santamente,
y no haya nada brusco
en torno mío
-odio ni temor-
cuando mi hora sea llegada.
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