¿En qué queda una mujer si la abandonas,
y el fuego del hogar, la tierra de la familia,
para seguir al viejo y gris Hacedor de Viudas?
No tiene casa en la que alojar un huésped:
una cama fría sólo en la que todos descansan,
en la que soles pálidos anidan, y montañas perdidas.
No tiene blancos brazos fuertes con que envolverte,
sino algas -diez dedos- que te sostienen-
fuera, en las rocas, donde te ha empujado la marea.
Sin embargo, cuando aparecen los signos del verano,
y se rompe el hielo y las yemas de los abedules brotan,
más cada año, te alejas de nuestro lado, y enfermas...
Otra vez enfermas con los gritos y las matanzas,
te alejas sigilosamente hacia las aguas procelosas,
y hacia tu barco miras en sus cuarteles de invierno.
Olvidas nuestra alegría, y las tertulias junto a la mesa,
las plantas en el cobertizo y el caballo en los establos-
para embrear sus flancos y revisar sus riendas.
Navegas así hacia donde abunden nubes de tormenta,
el sonido de los remos contra el agua
es todo lo que queda, tras estos meses, para seguirte.
¡Ah! ¿En qué queda una mujer si la abandonas,
y el fuego del hogar, la tierra de la familia,
para seguir al viejo y gris Hacedor de Viudas?
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